Educación y productividad política

Por Tomás Quevedo //

(¿El fin?) Del capital cultural como mecanismo de reproducción social

En la era digital, y dado el ritmo exponencial de los avances tecnológicos, el mundo de la educación se encuentra ante una encrucijada. Se le demanda a las escuelas y universidades una modernización que contemple los cambios que la sociedad ha venido atravesando. A tal punto, que hay quienes dudan de que la obligatoriedad escolar, la presencialidad o la figura docente sean necesarias en este contexto. También, se pone en cuestionamiento que recibir una educación humanística resulte productivo en la actualidad, porque no ayudaría a preparar a los jóvenes para insertarse con éxito en el mercado de trabajo del futuro. Sin deslegitimar estos reclamos, en el siguiente artículo me propongo discutir la dirección que se insinúa que deberían seguir las modificaciones en el campo educativo, aunque reconociendo que existen problemas y resistencias hacia el interior de sus instituciones.

Para aquellos que nos dedicamos a las humanidades o a las ciencias sociales, no es extraño pensar en la educación como un elemento más de la segmentación interna de las comunidades que habitamos. Y no es solo porque históricamente haya dependido de conveniencias e intereses políticos particulares que se volviera un derecho formalmente universal. Sino porque, aunque la posibilidad de asistir a la escuela o a la universidad (ya) no sea en rigor un privilegio de las clases dirigentes, ni se explicite la pretensión de que emerjan de ellas los próximos lideres políticos, es claro que saber y mandar conforman un binomio que excede incluso la barrera del acceso al sistema educativo.

Desde la República, Platón parece preocupado por los efectos de la educación que recibirá cada persona según su naturaleza y el rol que ocupará gracias a esta dentro de la maquinaria del Estado. La filosofía, allí, solo estaba al alcance de los guardianes; es decir, de los que serían ungidos como gobernantes. Se trataría, por supuesto, de poquísimos hombres. Porque, a quienes no reunieran excepcionales cualidades intelectuales y mostraran pruebas, además, de su grandeza de espíritu: “…no se debe darles la educación más perfecta, ni el honor ni el poder” (Rep, 503d).

Queda la impresión, por lo tanto, de que desde muy temprano en la historia de occidente, hay factores arbitrarios que, con anterioridad a nuestra formación, determinan lo que cada uno llegará a aprender y lo que logrará obtener de ella en última instancia. En consecuencia, podríamos afirmar que, la simple existencia de una voluntad política educadora, no significa que los proyectos que intentaron realizar la universalización de la educación hayan tenido un éxito rotundo, que la fomentaran como un derecho social (Saforcada, 2020, p. 64)1, ni que la condición de privilegio necesaria para estudiar haya menguando significativamente gracias a ellos. De hecho, de aquí surge el primer concepto en el que indagaré a lo largo de este artículo.

El capital cultural, tal y como lo entiende Pierre Bourdieu, es una noción con la que complejiza ciertas lógicas reduccionistas a la hora de explicar los modos de dominación de la burguesía moderna, que piensan al capitalismo como mera forma de organización económica. Establece que no alcanza solo con la acumulación de propiedades materiales o con la posesión privada de los medios de producción si el objetivo es mantener ciertos privilegios exclusivos en el tiempo; se requiere de un componente emulativo del orden de lo sagrado (Bourdieu, 2011, p. 98) que distinga a aquellos que son dignos de conservarlos en detrimento de otros. Por eso, para perpetuarse en el poder, estos sectores recurren a estrategias que habilitan para sobresalir a aquellos que portan una batería de recursos simbólicos que se transmiten hacia el interior de las familias cuyo status se basa en esa diferenciación.

Podríamos agregar, que no pasa únicamente en el caso de los hijos de los trabajadores y trabajadoras que el mecanismo anterior mantenga inconmovible un sistema desigual de relaciones. Porque este conlleva, a su vez, componentes coloniales, patriarcales y de género, que han causado que distintos sectores hayan sido objeto de políticas de inclusión educativa insuficientes a lo largo de los últimos años. En muchos hogares, el acceso de las hijas a algunos de los recursos simbólicos en cuestión, aún difiere del que gozan sus hermanos criados en un seno familiar idéntico. Del mismo modo, unx hijx transgénero o no binarix podría verse afectadx o excluidx de esa cadena de traspaso debido a los prejuicios y creencias adoptados por su familia. En los Estados Unidos, la segregación que se extendió en las escuelas hasta 1954 es un caso explícito de selectividad y reproductividad educativa. Y el hecho de que los programas escolares sean mayoritariamente eurocentrístas fuera de Europa, supone que la cultura en mayúsculas es la cultura europea. Contemplándolo de esta forma, concordaría con Bourdieu en que es así como:

La combinación de ambos mecanismos define el modo de reproducción y hace que el capital vaya al capital y que la estructura social tienda a perpetuarse (no sin sufrir deformaciones más o menos importantes). La reproducción de la estructura de la distribución del capital cultural se opera en la relación entre las estrategias de las familias y la lógica especifica de la institución escolar. Esta tiende a proporcionar el capital escolar, que otorga bajo la forma de títulos (credenciales), al capital cultural detentado por la familia y transmitido por una educación difusa o explicita en el curso de la primera educación (Bourdieu, 2011, p. 95).

Mi hipótesis aquí, redundará en que esta manera de operar ha caducado, y que las nuevas derechas globales se alimentan de las numerosas críticas dirigidas contra ella para posicionarse como la única alternativa razonable en materia educativa. Es más, considero que si no somos capaces de reconocer este nuevo modo de acción no reproductiva a tiempo, es posible que acabemos perdiendo la batalla cultural contra un enemigo cuyas armas han sido reunidas combinado algunos elementos profundamente conservadores con otros radicalmente revolucionarios y contraculturales.

Es decir, que ya no nos hallamos frente a una élite que pretende perpetuar su dominio sobre la cultura para distinguirse de aquellos que no pertenecen a una nobleza de toga (Bourdieu, 2011), sino ante personajes que proponen acabar de lleno con una cultura a la que desfinancian, recortan, reducen y destruyen. La clave de mi planteo, entonces, será la suposición de que el argumento principal que usan para defender su postura y seguir adelante con su plan de demolición, se apoya en la crítica a la reproductividad que la teoría de Bourdieu denuncia. Por lo tanto, si aún tenemos la intención de dar pelea en esta discusión, debemos disputarle el sentido del término (o de la palabra) productividad a las nuevas derechas, y explicar cómo aplicaría nuestra concepción de la misma a las problemáticas educativas del presente y del futuro. Pero, antes tendríamos que preguntarnos: ¿cómo fue que llegamos a vernos involucrados en esta búsqueda? En en la segunda parte de este artículo, me dedicaré a ensayar una respuesta posible para esa pregunta.

Profesionalización, economización y desvalorización

Había formulado la conjetura, en la sección anterior, de que la utilización del capital cultural como mecanismo de reproducción social, ya no resulta tan atractiva a las nuevas derechas como en el pasado. Y llegamos, de ese modo, a preguntarnos cómo había sucedido. Es en esto, justamente, en lo que me concentraré ahora.

No nos toma por sorpresa que la racionalidad burocrática de la sociedad moderna desarrollada por Max Weber (2002) haya seguido avanzando sobre todos los ámbitos de la vida humana, secularizándola hasta arrasar con la magia (Bourdieu, 2011, p. 98) mínima necesaria para sostener cualquier capital no económico. Dada la preeminencia de lo burocrático en su sistema, Weber no creía que una cosa terminara llevando a la otra. Porque la burocracia es celosa de su esfera. Aunque se rige ella misma por el principio de eficiencia:

…el gran instrumento de la superioridad de la administración burocrática es éste: el saber profesional especializado, cuyo carácter imprescindible está condicionado por los caracteres de la técnica y economía modernas de la producción de bienes, siendo completamente indiferente que tal producción sea en la forma capitalista o en la socialista. (Esta última, de querer alcanzar iguales resultados técnicos, daría lugar a un extraordinario incremento de la burocracia profesional.) Y lo mismo que los dominados sólo pueden defenderse normalmente de una dominación burocrática existente mediante la creación de una contraorganización propia, igualmente sometida a la burocratización, así también el aparato burocrático mismo está ligado a la continuidad de su propio funcionamiento por intereses compulsivos tanto materiales como objetivos, es decir, ideales… Y siempre esa dominación tiene ciertas limitaciones para el no profesional: el consejero profesional impone las más de las veces a la larga su voluntad al ministro no profesional (Weber, 2002, p. 178).

Sin embargo, una vez cedida la tradición y la religiosidad, ¿por qué íbamos a detenernos? Sin dudas sería factible rastrear la evolución del capital cultural, hasta un momento histórico en el que este fuera independiente de la lógica del cálculo. De hecho esa es, a grandes rasgos, la hipótesis que formula Wendy Brown en El pueblo sin atributos (2018), en donde alega que el hommo oeconomicus es un producto del neoliberalismo, que lleva un paso más allá las ideas del liberalismo clásico y del contractualismo moderno.

Para Brown, es un fenómeno bastante nuevo que la educación haya adquirido la dinámica, la temporalidad y los objetivos de las empresas privadas. Habría mediado una transformación de la racionalidad entre un paso y el otro. Es decir, el capital cultural, asociado a una aristocracia intelectual que se arrogaba un valor específico, se vio invadido por teorías procedentes del campo de la economía. Sin embargo, esta contaminación no es aún, desde mi perspectiva, una guerra contra el capital cultural como tal, sino tan solo una conquista del poder económico sobre sus dominios; su participación en aquello que transmite y que distingue a sus portadores.

La transmisión de la cultura dominante desde este punto en adelante, sería la de un capital cultural economizado, compuesto de la teoría empresarial que atraviesa todo el tejido social. Lo que hay que saber y que la escuela supone, es cómo moverse en el mercado. Incluso a la hora de elegir una universidad, una carrera, o una escuela para nuestros hijos. Pero, sobre todo, a la hora de capitalizar estas inversiones. Por eso se trata de un cambio de racionalidad, pero de un proceso de racionalización de todos modos. Lo que queda bajo amenaza es la cosa pública (o res-pública) escolar, pero la educación como mecanismo de reproducción social siguió ocupando un lugar relevante. Lo público queda despojado de su soberanía y es sometido a competir con lo privado, sin abandonar la tendencia aristocratizante que lo identificaba en su versión moderna. En ese sentido, comprendo que Brown señala que en el neoliberalismo:

Primero, es cada vez más difícil hablar de bienes públicos de cualquier tipo. La métrica del mercado, que enmarca cada dimensión de la conducta humana y las instituciones, hace que diariamente sea más difícil explicar por qué las universidades, las bibliotecas, los parques y los servicios citadinos de reservas naturales y escuelas primarias, incluso las carreteras y las banquetas, son o deberían ser accesibles o provistos públicamente…

Segundo, la democracia misma se ha transformado radicalmente mediante la diseminación de la racionalidad neoliberal a cada esfera, incluyendo la política y el derecho. Por consiguiente, los significados políticos claros de igualdad, autonomía y libertad dan paso a valencias económicas de estos términos y el valor distintivo de la soberanía popular retrocede… Las democracias se conciben como algo que requiere capital humano con habilidades técnicas y no participantes educados en la vida pública y el gobierno común (Brown, 2018, p. 141).

A donde voy, es a que este movimiento confrontó a la educación pública, hizo que los distintos nichos académicos adoptaran costumbres parecidas a las del mundo empresarial privado, y aisló las discusiones teóricas de la realidad concreta manteniéndolas dentro de un diálogo endogámico (Cerletti, 2020, pp. 3-4).2 También, alimentó exigencias de rentabilidad y eficiencia que harían a las instituciones competitivas. Pero no atentó contra el valor asignado a la educación como forma de distinción fundada en el conocimiento, ni modificó la portación de diferentes bagajes previos y de diversos intereses en cuanto a la continuidad del nuevo orden social.

Hubo un cambio de paradigma en el que la formación fue puesta al servicio de la lucratividad, y estudiar pasó a concebirse como una inversión que las personas realizaban sobre sí mismas. Pero es notorio que la antigua reproductividad de un sistema desigual, basada en la transmisión vertical de la cultura a través de las generaciones aún seguía en pie. La predominancia de las evaluaciones estandarizadas y el foco puesto en los resultados medibles (BM, 1996) son un buen parámetro para pensar cómo la disparidad en el contacto previo con un capital cultural transmutado en saber económico, siguió favoreciendo a una élite que se había reinventado para sobrevivir a los cambios políticos de la época.

Pero la situación ha variado desde entonces. Por eso mi hipótesis es precisamente que, este elitismo que unge de autoridad a una aristocracia intelectual, clasificando a las personas a través de instrumentos universales de evaluación, es lo que las nuevas derechas están atacando. Buscan, a su vez, la adherencia de aquellos que padecen su injusticia y su arbitrariedad. No vale la pena tratar de discutir estas acusaciones como si estuvieran sugiriendo un sinsentido. Lejos se encuentran de ser absurdas. Como parte de la comunidad académica a la que están tratando de conservadora, pienso que es preocupante que no logremos entender por qué las respuestas que ofrecemos no están surtiendo efecto en una porción considerable de la población. Por eso, lo que deberíamos intentar, para comenzar a ensayar una alternativa, es reconocer: 1) que no estamos simplemente frente a una vuelta o una reversión del neoliberalismo ni del neoconservadurismo, y 2) que es posible que a veces nos veamos sesgados por cierto orgullo de pertenecía al grupo hermético de los “intelectuales”.

Estoy asumiendo, claro, que la razón neoliberal fue tan funcional a la protección de la inmanencia del satu quo como el liberalismo clásico. Solo que este último reservaba para la política y para la moral recintos autónomos que gozaban de lógicas propias, más cercanas a la de la teología que a la del cálculo. El primero, en cambio, reduce lo público a la correcta lectura de unos cuantos indicadores económicos. Sin embargo, la trasmisión selectiva del capital cultural como filtro para la igualdad de oportunidades3, no sufrió alteraciones durante esa transición entre modelos. Las clases dirigentes siguieron administrando con exclusividad la reproducción social que las beneficiaba directamente.

Los nuevos liberales, por otro lado, ya sea que se reconozcan explícitamente como libertarios, o aparezcan como una versión populista y personalista de teorías económicas basadas en un individualismo radical, buscan representar la indignación extendida contra un sistema que ha demostrado perseguir la repetición activa de lo mismo. La propuesta que contraponen a la oferta habitual se promociona como outsider y revolucionaria: hay que acabar con los privilegios de las clases dirigentes, sin importar la bandera que enarbolen. Afirman que el Estado es un nido de ratas que se apañan entre sí, y aseguran que solo quieren llegar al poder para apartar del camino a los “estafadores” que nos gobiernan hace años.

Prometen representación a quienes no forman parte de esos pequeños estamentos que se traspasan genealógicamente las credenciales que los habilitarían para participar del debate público. En el ámbito educativo, todo esto tiene una consecuencia clara. Pasamos de la aplicación de un formato empresarial a las escuelas y universidades, a la puesta en duda de su relevancia general para el desarrollo de las personas. La cultura, que ha quedado marcada como estrategia reproductiva, es demasiado cara porque el servicio que ofrece es inútil para la gente que no forma parte del círculo cerrado que participa de ella. Estamos, por lo tanto, frente a un paso más en el proceso de racionalización de las sociedades capitalistas. Uno que no contempla la reproducción de una nueva racionalidad. De pronto, toda la educación entra en riesgo por su supuesta improductividad insalvable. La libertad individual se eleva anárquicamente por encima de la biopolítica. Y así es como han acabado muchos (entre otros, Milton y Rose Friedman), cuestionando convenciones sociales tan básicas como la obligatoriedad de la asistencia escolar. Según ellos:

Las leyes de asistencia obligatoria justifican el control público de las normas de las escuelas privadas. Pero no está nada claro que exista alguna justificación para las mismas leyes de asistencia obligatoria. Con el tiempo, nuestras propias opiniones al respecto han cambiado. Cuando, hace un cuarto de siglo, nos referimos expresamente a este tema, aceptamos la necesidad de tales leyes aduciendo que “una sociedad democrática estable es imposible sin un nivel mínimo de alfabetización y conocimientos por parte de la mayoría de los ciudadanos”. Continuamos creyéndolo, pero las investigaciones efectuadas en el ínterin y relativas a la historia de la enseñanza en los Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países nos han convencido de que la asistencia obligatoria a las escuelas no es necesaria para lograr ese nivel mínimo de alfabetización y conocimientos… Como la mayoría de las leyes, también las de asistencia obligatoria tienen tanto inconvenientes como beneficios. Ya no creemos que éstos justifiquen aquéllos (Friedman y Friedman, 1981, pp. 226-227).

A modo de respuesta, considero que las investigaciones de quienes sí creemos en el valor y en la importancia de esta obligatoriedad encuentran dos obstáculos principales. Uno, es que no ofrecemos ninguna justificación para que ciertas estrategias educativas sean preservadas de modernizaciones cuya finalidad no es el mejoramiento de la enseñanza sino su desfinanciamiento. Probablemente porque las consideramos obvias, y porque no habíamos necesitado hacerlo antes. Tanto la nobleza de toga, como la gobernanza neoliberal, hallaron razones para estimular el desarrollo personal en diferentes ámbitos. La primera, haciendo del saber acerca de la cultura dominante un valor político en sí mismo y, la segunda, poniendo ese saber al servicio de la rentabilidad económica del capital humano. Pero, dado el estado elemental al que se ha visto llevada en la actualidad la lucha en defensa de la educación, pienso que tendríamos que declararnos al respecto, y proponer una explicación alternativa de su relevancia a las relacionadas con la reproducción del orden social.

El segundo obstáculo que me gustaría abordar, es la tendencia de gran parte de la pedagogía contemporánea a quedarse estancada en discusiones con el neoliberalismo que pretenden restaurar la autonomía del campo educativo y su publicidad, reivindicando un intelectualismo sujeto a la misma reproductividad de siempre. Entre ambos, este último es el obstáculo que me parece más importante, porque estoy convencido de que haríamos mejor en reflexionar sobre cómo la construcción de una educación más hospitalaria (explicaré con detalle a qué me refiero más adelante) podría dar paso a una productividad política superadora. Desarrollaré ambos puntos en la siguiente sección.

Nuevos problemas, viejas respuestas. La hospitalidad como alternativa productiva

Habíamos llegado al final de la segunda parte de este artículo, estableciendo que el problema más importante a la hora de defender la educación en la actualidad, es la tendencia a discutir con la racionalidad económica recuperando lógicas políticas reproductivas.

Jan Masschelein y Maarten Simons, por mencionar los nombres de dos reputados pedagogos contemporáneos, sostienen que el tiempo escolar se define por ser un tiempo libre en el que el conocimiento se convierte en bien común. Como tal, sería indiferente a las desigualdades externas al espacio del aula. Ellos creen que debemos proteger esta temporalidad que rompe los lazos con el mundo exterior por unas horas, y que enfrenta al alumnado con los objetos de estudio desvinculados de sus funciones ordinarias. Es decir, que se produciría una especie de objetivación igualadora dentro de la escuela, en la que las distinciones familiares que representarían una ventaja para algunos se borran, y que habilitaría un pensamiento transformador. Desaparecería, además, la utilidad o el valor que el capital le asigna cotidianamente a aquello que estemos estudiando. En sus palabras:

Nosotros nos oponemos firmemente a respaldar la condena a la escuela. Al contrario, abogamos por su absolución. Creemos que es precisamente hoy… cuando aparece clara y explícitamente lo que la escuela es y lo que hace. También confiamos en dejar en claro que muchos de los alegatos contra la escuela están motivados por un antiquísimo temor (e incluso por el odio) a una de sus características más radicales pero que la definen esencialmente: que la escuela ofrece “tiempo libre”, que transforma los conocimientos y destrezas en “bienes comunes” y, por lo tanto, tiene el potencial para proporcionar a cada cual, independientemente de sus antecedentes, de su aptitud o de su talento natural, el tiempo y el espacio para abandonar su entorno conocido, para alzarse sobre sí mismo y para renovar el mundo (para cambiarlo de un modo impredecible) (Masschelein y Simons, 2014, p. 12).

Debo reconocer que la búsqueda de los autores se orienta en la misma dirección que la nuestra. Lo que me pregunto es: ¿con quiénes están dialogando al realizar su apuesta? Y, ¿es una manera de abrir el mundo a un cambio impredecible mantener al tiempo escolar abstraído del resto del tiempo social? Considero que es exactamente ese el modo en el que se reproduce el capital cultural. La neutralidad del objeto de estudio que defienden, la publicidad en la que se refugia esta, es lo que permite que exista un desentendimiento de las instituciones educativas respecto de las distintas relaciones que lxs alumnxs traen con ellos de sus casas.

No es tan sencillo cortar la conexión con lo que pasa afuera de las aulas, o solicitar a los sujetos del aprendizaje que intenten olvidar de dónde vienen y qué sentido tienen incorporado respecto de aquello que estén estudiando. Tampoco estoy seguro de que sea deseable. Este trato universalista oculta las diferencias que habitan la escuela, y sigue reproduciendo desigualdades que no aparecen ni se piensan.

Simons y Masschelein quieren sacar al mercado y a la razón económica de las dinámicas escolares, pero el movimiento que realizan es demasiado defensivo. Implica más un resguardo de la autonomía de la cultura, que una bienvenida a lo que está todavía por-venir. No contempla lo que deberíamos cambiar, no se permite reconocer la validez de ciertos argumentos de los que se han servido los enemigos de la escuela para ganar adeptos. El tiempo libre, comprendido como esencia de lo escolar, esquiva a la productividad porque le parece un concepto demasiado económico, demasiado privado. Discute con la razón neoliberal, pero cuida la esfera de lo público sin indagar en sus limitaciones, en su potencial disciplinante y en su afinidad histórica con una lógica reproductiva.

Algo similar sucede cuando se fomenta que la educación incluya la presencia, en todos los niveles, de contenidos relacionados específicamente con problemáticas históricas, políticas y culturales. Cuando se pretende formar ciudadanos éticamente responsables con arraigados valores democráticos. Cuando se estima que, en la escuela y en las universidades, además de una serie de conocimientos variados adaptados a las características de cada nivel e institución, debería enseñarse las complejidades intersubjetivas en las que se ven involucrados en una sociedad democrática.

Tal es el caso de la hipótesis que sostiene Martha Nussbaum en Sin fines de lucro (2010), donde plantea que las capacidades para argumentar de un modo razonable a favor de nuestros puntos de vista, empatizar con el otro y valorar la diversidad de perspectivas, deben desarrollarse a través de una educación consciente de que está formando personas, no calculadoras. Y, dado que las anteriores no constituyen habilidades innatas en los seres humanos, a pesar de ser sumamente deseables para que vivamos en comunidades cada vez más justas, un modelo educativo con una fuerte base humanística resultaría fundamental para el perfeccionamiento político en una civilización cosmopolita. Todo esto, Nussmbaum lo expresa del siguiente modo:

Los avances en materia de salud y educación, por ejemplo, guardan una muy escasa correlación con el crecimiento económico. Por otra parte, la libertad política tampoco sigue el camino del crecimiento, como se puede observar en el caso notable de China. Por lo tanto, producir crecimiento económico no equivale a producir democracia, ni a generar una población sana, comprometida y formada que disponga de oportunidades para una buena calidad de vida en todas las clases sociales. No obstante, en los últimos tiempos el crecimiento económico tiene gran aceptación y, en todo caso, la tendencia apunta a confiar cada vez mas en el “viejo paradigma”, en lugar de buscar una descripción mas compleja de lo que debería tratar de lograr cada sociedad para sus integrantes (Nussbaum, 2010, p. 36).

Si bien en su formulación hay un claro intento por salirse de las respuestas que asumen a la educación como un valor en sí mismo, y se propone responder con mayor honestidad a la pregunta: ¿por qué deberíamos seguir enseñando y aprendiendo herramientas sospechosas de ser totalmente prescindibles hoy en día?, la respuesta que brinda no acaba de romper con la tendencia educativa a la reproducción social. Porque valora a la educación por el servicio que brindaría a las democracias liberales. Es cierto que la adquisición de las habilidades mencionadas nos llevaría hacia la construcción de sociedades más justas según la autora. Sin embargo, ¿quién determinaría allí el significado de la palabra justicia? ¿Qué lugar habría para el surgimiento espontaneo de una productividad política real en este escenario? Nussbaum también discute con las recetas neoliberales que racionalizan la sociedad a partir del modelo del homo oeconomicus. Pero, al fundar la importancia de la educación humanista que promueve en la utilidad que tendría para el mantenimiento de las democracias actuales, ¿no termina aplicando los mismos argumentos económicos con los que discute, aunque pretenda desarrollar una solución política alternativa?

Teniendo en cuenta lo anterior, pienso que, si queremos defender con mayor efectividad el valor de la educación en el presente, no podemos recurrir a fórmulas que sigan reivindicándola como un ámbito esencialmente improductivo y apartado del mundo exterior a las paredes de sus instituciones. Tampoco debemos sucumbir a visiones que la sometan a la rentabilidad económica, incluso si llegamos hasta ellas mediante un rodeo que le aporte una función política instrumental. Mi inclinación, entonces, es hacia la disputa del significado que le asignamos a la palabra productividad. Si volvemos sobre los ejemplos que analizamos más arriba, parecería que, cuando queremos recuperar la independencia de la cultura y de la escuela respecto de la razón neoliberal, o caemos en universalismos abstractos y reproductivos, impermeables a la intervención transformadora del alumnado, o las ponemos al servicio de una concepción de la democracia subsidiaria de la economía.

Ahora bien, ¿existe algún concepto capaz de brindarle a nuestros argumentos la misma afinidad con la publicidad que guardan los textos citados, pero aportando también un elemento productivo que no sea económico? Yo creo que la noción kantiana de hospitalidad, retomada y ampliada más recientemente por Jaques Derrida (2008), condensa ambas características. Y no solo eso, sino que, al mismo tiempo que nos serviría como un arma para defender la educación en un momento en el que resulta imperioso hacerlo, puede ayudarnos a fundamentarla dentro de sus propios términos, y a mejorarla combatiendo el elitismo que facilitaba la transferencia desigual de un capital cultural estanco:

…hoy el despliegue acelerado de ciertas técnicas aumenta más rápido que nunca el campo y la potencia de la socialidad llamada privada, mucho más allá del territorio o del espacio mensurable-recorrible donde por otra parte jamás ha podido ser mantenido. Hoy, en consecuencia, gracias al teléfono, al fax, al e-mail y a Internet, etc., esta socialidad privada tiende a extender sus antenas más allá del territorio Estado-nacional a la velocidad de la luz. Entonces el Estado, repentinamente más pequeño, más débil que esas potencias privadas an-estatales… hace esfuerzos desmesurados para recobrar y vigilar, contener y reapropiarse eso mismo que se le escapa a toda velocidad. Esto adquiere, sin embargo, la forma de un reacomodo del derecho, nuevos textos de ley, pero también nuevas ambiciones policiales que tratan de adaptarse a los nuevos poderes de comunicación o de información, es decir, también a nuevos espacios de hospitalidad (Derrida, 2008, p. 61).

Entiendo que ser hospitalarios con los sujetos del aprendizaje implicaría, a grandes rasgos, comprender el espacio escolar como un lugar abierto a aquellos saberes previos que portan quienes, en definitiva, van a atravesar el proceso transformador que propiciemos. Sería permitir que las paredes de la escuela y de las universidades se vuelvan porosas, que el mundo exterior traspase a través de la singularidad de cada unx para que puedan apropiárselo. Requeriría de una apertura de la publicidad y de la comunidad que pretendamos construir en el aula, a una novedad que no actuará al servicio de ningún modelo prefabricado de la democracia. La hospitalidad, en ese sentido, nos arrastra hacia una concepción mucho más radical de esta, inevitablemente productiva, aunque en un plano político que no responde a la eficiencia ni a la rentabilidad. Eso daría lugar a iniciar una construcción colectiva que edifique desde el reconocimiento de la diferencia.

Otro rasgo interesante de este concepto, es que aplicarlo demandaría una revisión del rol que la corporalidad y la afectividad juegan dentro de las instituciones educativas.4 Porque percibir y dialogar con la multiplicidad irreductible que compone a cada grupo, con las diferentes predisposiciones, ritmos e intensidades que los habitan, supone una sensibilidad atenta a las distintas inquietudes que conviven en ellos. Un fragmento de nuestra propia fragilidad, la exposición de nuestra relación particular con el saber, también se refleja en la creación del vínculo esporádico que mantendremos con cada curso. Y marca un rumbo respecto de la importancia de la presencialidad, que estimula la construcción colectiva de un espacio público partiendo de la diversidad (es decir, un espacio para la productividad política que tendría la educación), y para la relevancia de una tarea docente que se extiende más allá de la transmisión de contenidos especializados, incluyendo el acercamiento al alumnado desde las conmociones y angustias de una humanidad compartida. Javier Freixas expresa de forma muy bella, apoyándose en una metáfora basada en la observación de la caída del agua en las Cataratas del Iguazú, una imagen perfecta de esta hospitalidad productiva y democratizante:

Hay algo predecible en el torrente que se abisma en las cataratas: sabemos que habrá de caer, podemos indicar con cierta precisión en qué sentido lo hará, es posible incluso medir su volumen o el tiempo de caída. Podríamos además construir mecanismos de intervención para modificar su cauce…

En el torrente, sin embargo, no dejan de desprenderse partículas de modo impredecible. Se separan y, en algún punto que no hay modo de anticipar, chocan y se juntan con otras. A veces consiguen ascender y transformarse en una lluvia tan finita como provocadora. Algo análogo sucede con el pensar. En un proceso que suponemos anticipable, hay algo incierto que se mueve trazando surcos singulares en los que adquiere velocidades diversas. A veces parece aquietarse o se arremolina, y a veces salta al vacío soltando partículas de sí que juegan mientras vuelan, se juntan con otras y desaparecen transformadas… Es posible que lo desestimemos porque nos incomoda sentir interpelado y expuesto nuestro propio pensar, tan moviente como incierto (Freixas, 2020, pp. 93-94).

Aquellos que atacan a la educación en nombre de la productividad, lo que quieren realmente es destruir con ímpetu revolucionario las pasiones movilizantes que no les convienen, y aprovecharse del caos subsiguiente para ofrecer soluciones rápidas e individuales a problemas sociales cada vez más complejos. Su discurso es una farsa absoluta, porque la productividad resulta imposible sin una plataforma de carácter constructivo. No alcanza con la crítica del statu quo para cambiar las cosas. Reemplazar docentes por programas, acabar con la obligatoriedad o sumar instancias virtuales de enseñanza, no son formas de resolver los inconvenientes que plantean, sino desvalorizaciones que se alimentan de la desesperanza. Por otro lado, no hay nada más productivo que una escuela o una universidad a la hora de transformar la sociedad, y esa debería ser nuestra respuesta al lidiar con los embates de estos enemigos de la escuela que detestan toda forma de organización común de la vida, por más libre y abierta que sea. El mismo lugar que tiene el potencial de reproducir el capital cultural, volviéndose hospitalario donde antes era aristocrático y cerrado, es capaz de hacer de la cultura una construcción conjunta basada en la diferencia y en la novedad permanentes. Esto será indispensable, en el futuro, si queremos desarrollar herramientas que nos permitan pensar un mundo que no deja de moverse a un ritmo cada vez más rápido, en lugar de convertirnos en víctimas de quienes pretendan aprovechar el desconcierto para sacar una ventaja.

Notas:

  1. Aquí se entiende a un derecho como social, en contraste con los derechos individuales, cuando se busca mediante acciones políticas concretas su realización efectiva para el conjunto de la sociedad. ↩︎
  2.  Nos remito a modo de ejemplo a este texto, en el que el autor citado se refiere al caso específico de las carreras universitarias de Filosofía. ↩︎
  3.  Enfatizo el término para distinguirlo del de igualdad de condiciones, que conlleva una connotación más fuerte y menos liberal del igualitarismo, crítica del concepto de meritocracia. ↩︎
  4.  Sobre este tema, no quiero dejar de remitirme al trabajo de Cantarelli, N. y Mamilovich, C. (2022). ↩︎

Referencias bibliográficas

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Bourdieu, P. (2011), Capital cultural, escuela y espacio social, trad. Isabel Jiménez, Fondo de Cultura Económica, México.

Brown, W. (2018), El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, trad. Víctor Altamirano, Malpaso, Barcelona.

Cantarelli, N. y Mamilovich, C. (2022), “Inquietudes sobre el cuerpo. Notas en torno a una erótica pedagógica”, en: Cuadernos de Filosofía, No 77, pp. 39-58.

Cerletti, A. (2020), “Estudio introductorio: Investigación, enseñanza y varios entredichos (y algunas paradojas)”, en Cerletti, A. y Couló, A. (orgs.): La filosofía en la universidad: entre investigadores y profesores, Noveduc, Buenos Aires.

Derrida, J. y Dufourmantelle, A. (2008), La hospitalidad, trad. Mirta Segoviano, Ediciones de la flor, Argentina.

Freixas, J. (2020), “Una lluvia infinita: pensar, evaluar y escribir ensayos (en las carreras de Filosofía)”, en Cerletti, A. y Couló, A. (orgs.): La formación docente universitaria en Filosofía, Noveduc, Buenos Aires.

Friedman, M. y Friedman R. (1981), Libertad de elegir. Hacia un nuevo liberalismo económico, rrad, Carlos  Rocha Pujol. Ediciones Grijalbo, Barcelona.

Masschelein, J. y Simons, M. (2014), Defensa de la escuela. Una cuestión pública, Miño y Dávila, Buenos Aires.

Nussbaum, M. (2010), Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, trad. María Victoria Rodil, Katz, España.

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Saforcada, F. (2020), “Fuera del orden. Consideraciones sobre el derecho a la educación en tiempos adversos”, En Acosta, F. (comp.): El derecho a la educación en América Latina: experiencias, alcances y desafíos, UNGS, Buenos Aires.

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