Por Celedonio //
Sobre la cima de una alta montaña se erige un palacio de libre acceso que ofrece inagotables riquezas, placeres exóticos y ocio permanente. Diariamente, inquietos escaladores se ven obligados a escalar la gran montaña para sobrevivir, dado a la inestabilidad de los llanos. Y, si bien en el territorio existen otras tantas montañas, mesetas y cerros, al no prometer tantos placeres, servicios, ni la liberación del yugo diario, la gran mayoría de los escaladores aspira a llegar a la cima de la montaña capital.
Los escaladores nacen a distintas alturas y postas de la montaña, algunos incluso dentro del palacio. Y existe una creencia generalizada entre la enorme mayoría de escaladores que quien llega o habita el palacio lo merece, ya sea por sus propios esfuerzos ya por los de sus antepasados. Quienes dudan o se oponen a esta convención son acusados que querer horadar la montaña, tildados de soñadores por fantasear con las bondades que la tranquilidad de los cerros y mesetas puedan brindar o conformistas por no poner el empeño suficiente en escalar.
La infinidad de angostos caminos que bordean la montaña están señalizados por carteles bien claros y lumínicos. Sus mensajes oscilan entre dos objetivos: orientar a los escaladores hacia la cima o motivarlos con un necesario optimismo.
A la base de la montaña principal hay olor nauseabundo y una insoportable pestilencia. Por ello, nadie quiere estar, quedarse o morir en ese lugar. La disipación paulatina de estos males, que se percibe inmediatamente al ascender, alimentó la creencia de que la cima goza de una pureza diametralmente opuesta a la contaminación de la base.
La altura de la montaña no está dada por una fértil tierra, ni por ricos minerales, no por sofisticados artefactos, sino por el cotidiano esfuerzo de muchos escaladores cuyos sueños y esfuerzos mueren cada día hasta que un día su cuerpo también muere sirviendo de materia orgánica y posta que perpetúa la montaña.

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