Por Cebolla //
27 de Marzo de 2024 — Taipei
Todavía estoy dormido esta mañana de jueves. Llevo algunos minutos lúcido nomás. Aquí estoy, en una habitación de un viejo hotel en el distrito Songshan donde contabilizo mi cuarto malestar físico en el año y donde, una vez más, me prometí cosas que suelo no cumplir. Pero apartado de todas estas circunstancias tuve un sueño y debería escribirlo. Escribirlo antes de salir de este cuarto cuando intente buscar un poco de productividad.
Vine otra vez al Taipei Bike Show, y si bien, ya tengo algunos clientes de este show, todo avanza como siempre: lento. En el mundo de mis ventas, donde la lentitud prima, no sé acelerar lo que debo acelerar: La venta. Dudo, vuelteo, y me falta confianza. Pero por sobre todo, me falta asumir que mi ofrecimiento es útil, porque en realidad lo es, porque lo veo y hasta me dicen gracias, pero aun así, no lo creo.
Fue aquel sueño de esta mañana, de aquellos pocos que no quiero borrar. Por lo real que fue, y por cómo supo marcar el despertar, y quizás llenarme de tristeza, de un pasado que deje por motus propio, y que sin duda añoro, y del cual ahora, me arrepiento de haber soltado.
Recuerdo estar en una suerte de convención, donde había una máquina para hacer deporte en demostracion y gente haciendo fila para probarla. Un “coach” frente a la máquina, guiaba a aquellos a testearla y realizar ejercicios. Al momento de mi turno, solo pude articular movimientos erraticos, que distaban de la practica aerobica. Hice el ridículo. El “coach” parecio exasperar al ver mis movimientos descoordinados, y yo, me hundia en la angustia al ver su fastidio. Decidió el irse de allí. Yo decidí, molesto, dejar la máquina.
Encontré un refugio espiritual en un banco de sentarse que permanecía en una esquina alejada de aquel hangar. Allí me esperaban algunas revistas conocidas, como el HBR y un libro de economía que siempre quise leer y nunca terminé, y al cual lo tomé para llevarlo conmigo, como si fuese una de las pocas cosas que me llevaría de ese momento. Al levantar la vista, ya no estaba en el galpón, sino una pieza, con ventana, a la cual se bajaba por escalera. Caracol. Había gente moviendo muebles, arreglando el lugar. Entendí que era, otra vez el momento de irme, y me sentí solo. Recordé a Ella, y pensé “Que estará haciendo Ella ahora…?”… me siento solo y ya no hablo con ella. Pensé que lo mejor era subir esa escalera y empezar a rearmar mi partida. Al subir los escalones y encontrar mis ojos en la línea del suelo, pude ver a Ella, ahí, barriendo unos pedacitos de escombro, que estaban desperdigados al ras del piso y que solo yo podía avistarlos mientras subía los peldaños. Ella me vio subir, como en aquel primer piso de nuestro departamento de la Rue Renkin en Bruselas, me miró con su cara de “Gracias, te necesitaba acá” que a veces ponía. Me di cuenta en ese momento que ya no hablaba con Ella. Hacía ya mucho tiempo. Había perdido la rutina de mandarle mensajes. Aun así, tomé la escoba y comencé a ayudar en el barrido. Ella se acercó. Llevaba un pulóver de color marrón con hilo grueso que nunca le había visto, nos abrazamos y le dije “Je t´aime Petite Oursonne”…El abrazo fue así de cálido como aquel último que le di, el último día que la vi en mi vida, en Octubre de 2018. Ahí en París, cerca de las 6 am un día martes. Salí llorando de aquel edificio del 20eme arrondissement….
Me levanté llorando también, pensé en cómo había dejado a Ella, y luego recordé a mi tío Jorge. ¿Qué habrá sido de él? Cuántos festejos hubiésemos tenido juntos en los últimos años, y cuánto le debo de su paciencia para llevarme a la cancha, hacerme trabajar, y siempre querer ayudar o educarme en el idioma de “la calle”.
Me decía “Cebolla” también, como mis amigos.

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